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Intrusos

  • Marie
  • 25 may 2024
  • 8 Min. de lectura

Actualizado: 23 ago

REAL HISTORIA INNECESARIA   

Crónica                                 

 

 

      Ojalá no tuviera que contarla. En una aldea rural, ocurren hechos que atentan a la tranquilidad de su comunidad. Las contradicciones de un lugar entre montañas, donde el paisaje es paradisíaco, aunque ciertas costumbres culturales y sociales naturalizadas se entrecruzan y horadan la calma.

 

      Anoche, dormí muy entrecortado. 

 

      Cuatro hombres borrachos, al cierre de los comercios locales, en el horario nocturno, se detuvieron en el frente de mi casa, en la calle, con su caminar detonado, en exagerada algarabía. Gritaban, en la nubla mental que les dejó el sopor etílico. Al menos, la escena quedó deliberadamente filmada, desde las cámaras de seguridad de la cabaña. En el abismal silencio de la noche, no se notó la presencia de la policía en el habitual rondín. No siempre cuentan con el patrullero. Las luces azules intermitentes son fáciles de notar, desde los amplios ventanales, cuando pasan, aún con las cortinas corridas, a trasluz.

 

      Últimamente, los policías suelen andar caminando o en bici, aún bajo las intensas lluvias, a raíz de algunos sucesos desventurados ocurridos en el barrio cercano.

     

      En otra oportunidad, tras declarar alguna situación vivida, no hubo eco en el devenir de las estrategias institucionales que pudieran revertir ese suceso (las intromisiones de gente ebria en terrenos que les son ajenos), a lo que se suma: alcoholizarse a diario, individual o colectivamente, durante los atardeceres e incluso siestas los fines de semana, en este paraje, en la vía pública, cada vez más frecuentes. Desde la evaluación policial de sucesivas gestiones de la institución, con liviandad se ha escuchado decir que los pocos altercados que acontecen en este pueblo tienen que ver con el consumo de alcohol. Estos eventos parecen estar naturalizados. Como si... formaran parte del paisaje y la “tradición” local, rural y de montaña.

 

      Así suceden hechos como el de aquella vez, durante la pandemia, cuando en una helada y oscura medianoche, un merodeador desconocido, irrumpió a lo largo de la calle, con sus pasos zigzagueantes, mientras bajaba las térmicas de los medidores de electricidad, a lo largo de toda la cuadra, en cada casa, la mayoría de ellas inhabitadas, pues muchos de sus dueños las alquilan en temporada, o son de segunda residencia.

     Sufrí un enorme susto. Cuando atiné a usar mi celular para llamar a la policía, el mismo se tildó. Sobrecargado, ante el desmesurado uso laboral que el acontecimiento del encierro inauguraba, sin amparo, quedó con la pantalla en negro.      

   

    Recién pude dar aviso y realizar la denuncia, a la madrugada siguiente, presencialmente, luego de no haber pegado un ojo a la almohada. Se pudieron recabar evidencias. En el barro quedaron los rastros del calzado del intruso, de talla pequeña, que, evadido en el alcohol, realizó la fechoría de bajar las térmicas al ir cruzando efectivamente la calle en zigzag, tal como lo había observado. Pero... nada... No hubo comisión de delito.

    Se trataba de un habitante de estos lares, desde hacía poco. Por ende, quedó como la simple travesura de una persona, en estado de ebriedad.

    Un día después, el sujeto caminaba junto a un niño lo más campante, rumbo a la cancha de césped local. Y con otros, volvía a alcoholizarse temprano, en la tarde, delante de un comercio del pueblo. Un mes después, no se lo volvió a ver en la zona.

 

    Hace años, transcurría la primera jornada de un festival anual, y ocurrió otro suceso similar.


    Era pasada la medianoche de un viernes muy frío. Ya dormitaba, camino a un sueño que avizoraba profundo, cuando una de las perras hizo un ladrido muy especial. Cuando abrí, presurosamente, la puerta, las mascotas salieron afuera. La cerré, con prontitud.      Ellas hurgaron el patio, en actitud poco común, avanzando y retrocediendo ante algo, que en principio pensé podrían ser caballos. Pero el ir y venir de Alma, la perra más grande, frente a la gran ventana, en la parte de adelante de la cabaña, en señal de avisar sobre algo, llamó aún más mi atención. Entonces fue cuando… él pasó.


      Pude ver, desde el ventanal, en mi jardín, a un metro y medio de mí, con movimientos lentos, pasaba un hombre de cabello oscuro no tan corto, tez morena, rostro cuadrado y de expresión cruel en su mirada.

      Sentí pánico. Alguien había osado ingresar sin consentimiento a mi terreno, vaya a saber con qué intenciones. Mi mente procesó, en milisegundos, que no parecían ser con ánimo de robar, porque sus pasos no eran rápidos, ni raudos, sino toscos, como idos.


      Con las manos y el semblante temblorosos, apenas pude localizar los contactos del celular. Llamé a la policía, al destacamento local. No contestaron. Ingenuamente pensé que no habría conectividad dado que la institución está emplazada en un bolsón que apenas logra alcanzar algo de señal. Sabía de esta débil posibilidad de comunicación desde el suceso anterior, cuando la policía me sugirió llame siempre al 101, pues implicaría conectar con la gente de la localidad cercana y de allí por radio les avisarían a ellos, aquí.


      No había nadie en el destacamento. Así lo confirmó el comisario, cuyo número recordé tenía en mi agenda del teléfono, cuando lo llamé. Respondió que no podían asistir hasta tanto terminase el Festival, donde custodiaban tanto a la comitiva gubernamental y cuidaban el tránsito, al término del evento (en atención a la venta alcohol y el gran número de personas que circulan) en la localidad cercana.


      El paraje entonces, esa noche, era tierra de nadie, liberado a cualquier accionar. En esta suposición de que no ocurren cosas, más allá de los incidentes eventuales con el alcohol, la policía subestimó la realidad local en su cobertura.


      Para que termine el evento gastronómico faltaban cuarenta minutos que se hicieron interminables.


      Llamé a mi amiga más cercana, que justo se había trasladado a la localidad distante a 24 km, a cuidar a sus nietos, mientras su familia participaba de la celebración culinaria ofreciendo sus productos. Ella me sostuvo anímicamente, al quedar ambas en altavoz, en una continua llamada en celular, mientras su nuera, que llegó más temprano dio aviso por otro teléfono, su celular, a dos parejas de vecinos de Moquehue, que se despertaron, y acudieron en sus autos, a acompañarme. Cuando llegaron focalizaron las luces de sus vehículos, alumbrando mi cabaña. Yo estaba paralizada, no lograba abrir la puerta para salir. No sabía si aún el merodeador estaría en el terreno. Había reconocido en él a un vecino, con antecedentes de abuso al interior de su familia.


      Mi amiga al enterarse de la llegada de los vecinos gritó para que yo pudiese reaccionar: -por favor, Mariela, salí, abriles a Vic y Moni-.


    Tomé fuerzas. Abrí la puerta de madera. Con voz casi inaudible, entrecortada, conté a mis vecinas, hoy amigas, lo sucedido. Me tranquilizaron. Dijeron que vieron salir de atrás de mi terreno, por el cerco más bajo, a un hombre en pasos zigzagueantes que iba en dirección al corralón. No era su función ir tras él. Me contuvieron. Recorrieron junto a sus parejas, mi patio. Largo rato después, llegaron dos policías, e hicieron lo mismo. También luego pasaron mi amiga Sil y su pareja, para ver cómo me encontraba tras lo vivido. Al día siguiente un oficial vino a mi domicilio a tomar la declaración de la denuncia.


      En días posteriores narré lo sucedido entre mis vecinos más cercanos. Y solo reafirmaron, como cuidando que lo dicho pudiera comprometerles, algo que escuché cuando llegué a habitar este lugar: este hombre, y su hermano, en ocasiones suelen meterse en terrenos ajenos, haya o no gente en el interior de las casas, miran por las ventanas y en ese patio, que no es su patio, dan rienda suelta, en soledad, a pulsiones obscenas.


En tanto vulneración del espacio de particulares, lo que como sanción no está contemplado, ni tipificado en la ley, en estas características de su accionar deshonesto, máxime si no hay forma de demostrarlo, todo queda en la nada. De hecho, se señala que uno de ellos ha cometido delitos contra la integridad sexual de menores hace tiempo, y mató a su cuñado. Este verano supe que tenía una restricción de acercamiento a su familia, luego de tanto tiempo.


      Todo esto llevó a tener que tomar medidas de carácter privativo: alzar la altura de los cercos, asegurarlos al sumar al alambrado la protección con altas cañas Tacuara, colocar varias cámaras de seguridad, algo impensado en este paraíso, y hasta alarma. Aún recuerdo cuando la oficial que tomó la declaración de la primera denuncia me preguntara si yo contaba con qué defenderme.


      Este verano relaté los sucesos a vecinos de segunda residencia y también permanente. Ellos compartieron la idea de que es deplorable coincidir en contar el espectáculo, que, en veredas y calles, dan estos grupos de hombres alcoholizándose en el frente de los pocos locales comerciales, sin decoro, y cantando a viva voz barbaridades a la gente, en particular a las mujeres, que pasan a comprar y tienen que vivenciar esa experiencia forzada.


     Mientras los sujetos sueltan sin filtro sus frenos inhibitorios bajo el efecto de las bebidas en las calles, el vecino y  la vecina de este pueblo, que  eligieron habitarlo por la belleza del entorno natural, sobrelleva estos aspectos sociales y culturales que hacen recordar épocas, y costumbres de siglos atrás, como los espectáculos y  prácticas perimidas con animales, en tanto no sostienen un trato benevolente hacia los mismos,  algo impensado en muchos sitios en la actualidad, que habría que analizar sobre su validez en el presente y sobre todo sus alcances, es decir, las consecuencias en la vida de cada animal.


      Se sabe que hay un grupo de hombres que suelen embriagarse acudiendo a un local más alejado, en un sitio muy habitado, con casas cercanas, donde de no ser atendidos, cascotean, rompiéndole los vidrios o alguna pertenencia al dueño. Y así, incesante, sigue la rueda girando en un círculo vicioso, sin resolución.


      De adolescente, en la escuela, cuarenta años atrás, escuchaba charlas sobre el consumo exacerbado, cuando éste se torna realmente problemático. En ellas hacían alusión a tres estadios, el del mono, el del chancho y el del león como sucedáneos a tomar alcohol, según las cantidades ingeridas por la persona, lo que le haría manifestarse muy histriónica o alegre, con sueño y pesadez, o con agresión, en cada estado. Actualmente se habla de uso, abuso o adicción. Línea finita entre lo que ocurre en la intimidad de un hogar y las prácticas en la vía pública, lo privado y lo público, y que afectan el devenir de quienes conviven en uno y otro ámbito.


Mientras tanto prima el silencio. Etimológicamente la palabra a-dicción refiere a estar sin palabras. También a estar “apegado o adherido a una persona, opinión, sumiso a un dueño o amo, esclavo”. ¿Será mejor que la gente viva así, evadida de la realidad, será más manipulable? ¿Para quienes?


      En este mirar, observo y resignifico esa noción: el callar de los que se evaden en el alcohol, el de los que miran de costado, el de los que no se meten por temor a problemas, el de los que ceden vendiendo, el de los que intentan callar a los que agitan las aguas, el de quienes no hacen un análisis cabal de lo que sucede en lo público, para intervenir desde estrategias adecuadas de prevención, y en ese accionar todos terminan callando.

 

Marie 

 

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Este relato es la base de un cuento, Intruso en la noche", que fue seleccionado entre 897 relatos por la Agencia Factor Literario de Chile y forma parte de la Antología "Vidas que inspiran: nuevas narrativas del drama latinoamericano" Volumen ll, con lanzamiento oficial de su publicación en formato de libro de papel, el 18 de noviembre de 2024.

 
 
 

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