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Camino a Moquehue

  • Marie
  • 16 may
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: hace 51 minutos

LA TRAVESÍA


Orillaba el verano sus confines, cuando te encaminabas en un auto muy cargado, por rutas desafiantes, decididamente hacia Moquehue, una aldea entre montañas en la ruralidad neuquina, de población incipiente, crecimiento tranquilo, y paisajes vírgenes.

Tal vez seguías tramas invisibles, en sutiles sintonías con la historia y ritmos de vida de tus ancestros migrantes, esos alemanes que cruzaron el Volga buscando un mejor vivir, sin ambiciones de tierra, y el tesón de su colectividad, como capital humano.


A muchos les costó entender aquel cambio entonces.

Emergías cual flor de loto, de tu credulidad “tomada”, hacía tiempo en la muerte de la infancia, por una relación y un casamiento muy temprano. Como Perséfone arrancada de su adolescencia, en plena vulnerabilidad e incipiente rebeldía.

Habías elegido afrontar tu maternidad que irrumpió, en una época en la cual no existía la educación sexual, y fue semilla fundante de la familia, aunque el embarazo lo perdieras ni bien bajabas las escaleras del registro civil.


Tras esa tórrida primera relación de pareja de veintiún años y nueve meses de duración, y una separación que se dilataba por cada conflicto interpuesto por él, ibas en búsqueda candorosa de un destino natural que albergara tu itinerante re-evolución álmica.


No dejaste tomar tu maternidad y tu maternar, durante la convivencia, aunque a ese aspecto lo convirtieron en el punto de inflexión y arremetida durante toda la ruptura e incluso luego.


En el desarraigo de ese ayer te liberabas, y también a tu árbol florido, en un lapso que resultó tan extenso casi como el de aquella convivencia. Eso no lo podías dimensionar. Esa ida implicaba tomar distancia de tu familia, y dolorosamente de tus hijos, ya adultos, y de las amistades de siempre, esas con las que vibras en sintonía más allá del tiempo y el espacio.


Permutabas y dejabas atrás una casa, bastión simbólico para quien no aceptaba sensatamente el final de un vínculo que hace años agonizaba. Las rencillas, como forma sutil de sostener el apego, durante la vida en pareja y también en el proceso de divorcio, no lograron adhesión en ti. Aprendías a correrte de lo que no te hacía bien, en un largo periplo de reconstrucción. Cómo las indicaciones de peligro en un avión, tenías que colocarte la mascarilla de oxígeno y desde esa acción procurar ese halito vital a quienes amas. Desde esa intención tomabas aquel paso rotundo.


A este nuevo destino cordillerano no ibas sola, aunque tampoco acompañada en el auténtico sentido de la palabra, en un intento nuevo y fugaz de relación.


Esta migración fue el puente a una profunda transformación.

Permitió delimitar en tiempo y espacio la alambrada de tu territorio como mujer.


Te llevó años deshabitar esa joven que a los dieciséis años y ocho meses pasó de la candidez de una adolescencia simple, en la valletana Cipolletti natal, a un casamiento temprano y agitado, y volver a habitarte. En ese irte, retornar a ti misma.


Y así recuperabas paulatinamente la conciencia, tus raíces y matrices, tus ritmos y apetencias. No fue un camino lineal.


Dejaste de bailar danzas ajenas y fuiste desenredando pensamientos impropios, para sobrevivir al caos de años. Toda una labor de orfebrería identitaria.


Observaste amaneceres y crepúsculos, y el devenir de las estaciones en profunda danza meditativa.


En ese itinerario iba apareciendo más de un personaje que nuevamente se cruzó procurando tomar tu luz o drenar tus energías. Aunque cada vez con mayor agudeza pudiste ver sus cabales actitudes e intenciones.


El hondo silencio moquehuino, la calma que antecede a las aguas mansas devenidas copos, la delicada armonía de sus paisajes, la inmersión en el bosque, espejos azules de aguas que cautivan, el placer de la conexión con la naturaleza en todo su esplendor, y nuevas amistades con gente también migrada, fueron calmando viejas y nuevas realidades, fuentes de dolor.


Reconectaste paso a paso, con la sapiencia de los ciclos naturales, con el autocuidado; y el desafío, casi siempre súbito, de correrte a tiempo de lazos poco nutricios.


En atención también a esas amistades de siempre, las que nacieron en la infancia, en la adolescencia y en preciosos momentos de la vida laboral.


Hace tiempo vives en introspección, alojada en este lugar, en cicatrización de esas heridas que tanto enseñan.


Fuiste educadora de nuevas infancias, en su instancia de asombro y apertura como recién llegadas a este mundo. Condujiste en rutas heladas, con nieve, viento blanco y en altura.


Adoptaste un nuevo himno, que resuena desde la voz de mujeres sabias de hoy y siempre presagiando climas, cura, solsticios y equinoccios, y el andar de la vida, en los mantos níveos de la Pehuenia Madre.

En tanto orgánicamente rionegrina, te sientes neuquina por adopción.


Hoy cuidas nuevos jardines.

Haces de tu hogar un templo.

Arraigada, luego de tantas itinerancias, en este horizonte neuquino pleno que te aloja.


En jubileo, construyes nuevos proyectos como propósitos de vida.

Habitas tu Vida con la fortaleza de cada trazo, en la simpleza de lo cotidiano, sin forzar situaciones, en sabiduría de lo trascendental.


Has limpiado las gafas. Ves desde otras perspectivas.


Crees en tus corazonadas.


Hallas paz y eje.


Sabes ser una mujer madura que vive en sol-edad, su edad del Sol. Para ello estás en escucha atenta de tantas otras y sus senderos vitales.

Aprecias con empatía, en sororidad plena, las huellas de las que saben.


Sostienes tu visión y tus convicciones en lugares con miradas disímiles.

Aprendiste que para sanar el linaje masculino y femenino también tienes que monitorear en ti las formas de ser mujer y lo que construyes o de-construyes.


En esta etapa eres una jinete sin montura.


Marie

16 de mayo de 2025



 
 
 

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